miércoles, 19 de marzo de 2014



El ser humano se enfrenta a dos problemas correlacionados. Cualquiera que sea el sentido que le dé a su existencia, toda persona está radicalmente escindida entre, por una parte, su necesidad biológica por sobrevivir y reproducirse, que es el ámbito propio de la ética, y, por la otra, las valoraciones de carácter transcendente que aparecen ante su conciencia, como la verdad, el amor, la justicia, la libertad, que pertenecen al ámbito de la moral. Su acción no es entonces tan simple como la de un animal que actúa oportunistamente en respuesta sólo de mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. Por el contrario, su acción tiene intencionalidad y ésta proviene del razonar deliberado. De ahí que por su capacidad de autodeterminación la acción moral le pertenezca en forma exclusiva, más allá de otras conside­raciones, inclusive éticas y legales. El segundo problema se puede expresar crudamente en qué sentido tiene una vida que acabará necesariamente con la muerte, siendo vano todo intento por liberarse de ésta.
 


Patricio Valdés Marín



Lo biológico, lo racional y lo transcendente


El ser humano se caracteriza de entre todos los seres porque posee una existencia escindida y tensionada. Esta característica esencial de su ser, que rompe de alguna manera con su unidad, es producto de la yuxtaposición, en su estructura, de sus dos subestructuras básicas constituyentes, pero que se producen a distintas escalas. Éstas tienen funciones tan distintivas que parecen contrarias.

Estas subestructuras no son ciertamente el alma y el cuerpo. Por cierto, tampoco es la tensión existente entre la razón y la afectividad, que son estructuras analiza­bles por la filosofía y la ciencia, y en especial por la psicolo­gía. Sin duda alguna, todo ser humano requiere una unidad es­tructural para conseguir un comportamiento coordinado y sin sorpresas si quiere sobrevivir. Las excepciones de una ruptura estructural que inciden sobre una conducta unificada podrían agruparse en cuatro clases: los esquizofrénicos tienen conductas desestructuradas que son involuntarias, pero conscien­tes; la conducta de los hipnotizados es tanto involuntaria como inconsciente; las conductas de los actores son tanto voluntarias como explícitas; por último, está la conducta voluntaria de los mentirosos, la que no es por supuesto explícita, pero está llena de falsedad.

La escisión existencial de los seres humanos radica en que, por una parte, poseemos una estructura racional de enormes capacidades intelectuales, desarrollada a partir de una estructura biológica animal, y por la otra, una estructura que se sustenta en una escala superior de la estructuración de la con­ciencia. No se trata de una perspectiva neoplatónica que supone que las ideas más bellas y sublimes nacen y se cobijan en un templo corrompible y lleno de bajas pasiones. El punto es que la estructura racional de la conciencia de sí, estructurada a partir del pensamiento abstracto y racio­nal, persigue naturalmente, como es también el caso de la conciencia de lo otro, la supervivencia y la reproducción.

Pero este interés se contrapone al de la conciencia profunda, que busca en cierto modo lo absoluto y lo eterno en la transcendencia. Esta no debe entenderse como una proyección en una escala superior del deseo de supervivencia que persigue el poder y la gloria impere­cedera, propia de la conciencia de sí, sino que debe pensarse como la búsqueda que parte desde un conocimiento de sí como una mismidad que no se conforma con una realidad percibida como algo relativo.

Vemos, por lo tanto, en el ser humano la profunda división entre su origen necesariamente inmanente y su destino posiblemen­te transcendente, entre su ser lleno de limitaciones y sus anhelos de transcendencia. Efectivamente, todo conflicto en la naturaleza proviene del choque de fuerzas diferentes, desestabilizando el equilibrio estructural natural de una cosa. En consecuencia, el conflicto existencial humano surge del encuentro de dos tipos de fuerzas muy distintas que se desencadenan en su propia estructu­ra, desestabilizándola, y que provienen de las dos subestructuras funcionales mencionadas.

Un primer aspecto de esta escisión se refiere a nuestra respuesta de vida frente a la muerte. En efecto, a causa de nuestro ser animal, poseemos un ansia intensa de supervivencia. Por otra parte, nuestra razón nos asegura que algún día morire­mos. En respuesta a este anhelo, procuramos perpetuarnos a través de nuestras obras, nuestro poder, nuestra riqueza, nuestra gloria, nuestra descendencia. Posemos entender que tal sentido de posesión es de una ilu­sión absolutamente vana, pues tiene únicamente sentido mientras se vive, y cuando se muere ya no se puede disfrutar de nada de aquello.

En el aspecto más general de la vida la compleja escisión comienza a vislumbrarse. Por una parte, al igual que el resto de los seres vivientes, la acción humana procura satisfacer las necesidades que nunca terminan por colmarse de modo permanente y que son demandadas por la urgencia biológica para sobrevivir en un medio de oferta limitada, en el que el esfuerzo está dirigido a ese perenne acechar oportunidades, obtener ventajas, consolidar situaciones favorables, recurrir a medios de defensa, buscar seguridad; además, la conciencia íntima de su identidad propia, única e irrepetible le adiciona la carga suplementaria de perse­guir una solución para superar su reiterativa soledad y mortal destino, en el afán por transcender su limitada y particular existencia. Por otra parte, el ser humano, como ser racional, es capaz de apreciar su propia existencia, relacionarla con la de los demás seres, desear el bien o el mal al otro, abrigar espe­ranzas o dejarse llevar por temores, descubrir el funcionamiento y la utilidad de las cosas, valorar lo bueno o lo malo que encuentra en ellas.

Pero el ser humano no se reduce únicamente a la dicotomía animal-racional, que en el ámbito de la conciencia se expresa en la conciencia de lo otro y en la conciencia de sí. La definición del hombre de Aristó­teles “animal racional” es correcta siempre que se entienda sólo dentro de este universo espacio-temporal. Sin embargo, el ser humano es un ser que, aunque perteneciente a este universo, es radicalmente distinto del resto de los seres del universo. Perte­nece a un orden único: el de aquellos seres cuya existencia está por esencia escindida y tensionada, precisamente por la unión de la pluralidad de lo racional de la conciencia de sí con lo singular de lo transcendente de la conciencia profunda.

La suma de estas dos estructuras, funcionalmente tan distintas, produce un ser muy complejo en su funcionalidad y en el ejercicio de la fuerza. Por una parte, el ser humano tiene la capacidad para imaginar su futuro, planificar la acción, verse a sí mismo y compararse con otras cosas y personas, desear el poder y la gloria; por la otra, puede vislumbrar el misterio de una realidad transcendente. En consecuencia, a causa de su capacidad racional el ser humano está escindido, pues esta función propia de este universo le permite conjeturar acerca de lo que lo transciende.

En la base de las múltiples formas que la historia ha pre­senciado sobre la concepción que los seres humanos tenemos sobre nosotros mismos se encuentra aquella original y radical fractura en su constitución estructural. Pocas veces tal escisión y ten­sión han sido reconocidas explícitamente, pero muchas han sido las soluciones propuestas para los síntomas que ella produce. La doctrina del castigo divino impuesto a toda la humanidad a conse­cuencia del Pecado Original cometido por la primera pareja humana es un antiguo reconocimiento de que los seres humanos no funcionamos ordenadamente. Había que reconciliar la capacidad para conocer el bien y el mal, condición que supone la creencia en que el ser humano había sido creado a imagen y semejanza de Dios, con el hecho de que tengamos que sufrir para sobrevivir y luego morir.

Tal como la anterior, otras explicaciones al proble­ma humano básico de la unión de lo racional con lo singular han sido propuestas. Entre ellas consideremos, por ejemplo, la invo­luntaria dependencia de la existencia de un permanente conflicto entre el bien y el mal; un destino determinado por la influencia de los dioses; el determinismo inapelable de la predestinación divina; la corrupta materialidad con que forzosamente debe reves­tirse la pureza de un espíritu eterno. Por otra parte, las soluciones propuestas cubren una gama también muy amplia. En el fondo está la creencia y la confianza de que el conflicto existencial puede ser superado. Así, pues, se ha pretendido encontrar la solución en algún aspecto clave y distintivo, como los siguientes ejemplos: el imperio de la razón sobre la pasión; la sociedad sin clases; el progreso tecnológico; el gobierno de sabios, tecnócratas, burócratas o estratócratas; la liberación de tabúes impuestos por una moral rígida, tradicio­nal y arcaica; la imposición de una moral rígida, no tradicional y novedosa; el crecimiento económico propulsado ya sea por la iniciativa privada y el libre mercado, ya sea por la planificación centralizada y el Estado; la raza aria; la libertad, la igualdad y la fraternidad; el acatamiento obediente a una voluntad proveniente de Dios por delegación; la vuelta a la naturaleza primitiva; la dieta vegeta­riana; la visita al psicoanalista.

Si bien existe en todo ser humano la escisión entre su razón y su conciencia profunda, también se da en él una tensión entre su intelecto y su afectividad, entre su razón y sus sentimientos, emociones y pasiones. En el curso de la historia de la cultura occidental esta tensión ha ido tomando diversas formas, las que subsisten, aunque nuevas formas aparezcan. Los grandes filósofos de la antigua Grecia nos legaron el concepto de la dualidad espíritu materia y la idea de que el espíritu, siendo superior a la materia, debe someterla. En el siglo IV, san Agustín, recogiendo el sentimiento y las ideas de los primeros cristianos, concluía que el Pecado Original imposibilita al ser humano ser virtuoso por sí mismo. Estas ideas se proyectaron hacia la Edad Media en la necesidad de castigar al cuerpo para salvar el alma. El Renacimiento produjo una revalorización de la capacidad de autodeterminación de la persona y de la libertad personal. La Edad Moderna generó el gentleman y la idea de que la razón debe someter imperturbablemente a sentimientos, emociones y pasiones, exceptuando tal vez el amor romántico. Nuestra época contemporánea ha olvidado la dualidad griega y ha entronizado el cuerpo como sujeto de necesidades y centro de la personalidad individual.


El sentido de la vida


El punto de partida en la reflexión sobre el sentido de la vida es ¿qué significado puede tener la vida cuando su término es la muerte? Ciertamente existe una contradicción entre nuestro afán por vivir y la muerte que acabará necesariamente algún desconocido día con nuestra vida y que asecha permanentemente. Adicionalmente, la muerte viene corrientemente acompañada de sufrimiento, enfermedad, miseria y soledad, como significando lo vano que resulta todo esfuerzo por liberarse de ella.

Una primera consideración en esta contradicción existencial es que el sentido de la vida que una persona encuentra para su propia vida y que sirve de referencia para su deber ser, confiriendo significado a su exis­tencia, es provisto en primera instancia por la cultura. Pero tal sentido de la vida no conviene plenamente a la persona. La hace ser más funcional para la sociedad, pero no es normalmente el más conveniente para su interés personal. Especialmente, en la cultura contemporánea el sentido de la vida, que es el moldeado por la publicidad, conviene más a la sociedad de consumo, lo que explica el exitismo y el hedonismo generalizado. Pero este sentido de la vida es espurio, siendo una falsedad fabricada por el poder del capital que domina la cultura en la actualidad. En realidad, la cultura no es la verdadera norma que debe dictaminar cuál debe ser el mejor sentido de la vida para los seres humanos, pues, por una parte, ella es capitalizada por los intereses definidos de ciertos grupos de poder y, por la otra, ella tiene por función la subsistencia de la estructura social, en especial de la minoría poderosa, y no el destino último de los individuos que lo constituyen.

El verdadero sentido de la vida, aquél que conviene en plenitud a las exigencias personales del individuo humano, debe ser encontrado por el mismo individuo, en tanto persona y no en tanto unidad de la estructura social, y se encuentra en una escala superior, aquella de la conciencia profunda, tras desenmarañar la verdad que se oculta en mitos y leyendas. La mayor plenitud del sentido de la vida va apareciendo en la medida que la conciencia de la persona se va estructurando. La sociedad tiene por finali­dad respetar la libertad de toda persona para que cada una pueda encontrar el verdadero sentido de su vida. En el fondo, de eso tratan los derechos humanos.

El afán por la supervivencia y la reproducción puede natu­ralmente absorber por completo el esfuerzo que realiza un ser humano en su diario vivir. A esta empresa puede dedicarle todo el interés vital; y de ella puede también obtener recíprocamente un gran gozo. Tal como cualquier organismo biológico, un ser humano puede realizarse satisfactoriamente en su vida sin que se inter­pongan grandes conflictos existenciales y, si los hubiere, en­contrar la forma de superarlos. Incluso el conocimiento del hecho inevitable e incontrolable de la muerte puede ser simplemente rechazado, suspendido o pos­tergado, antes que aceptado. Puede adoptar la creencia de que el sufrimiento terrenal tiene una recompensa de felicidad eterna, basado en la constatación empírica de que tras un esfuerzo se obtiene un beneficio, o en la capacidad humana para planificar y postergar el goce. Así es fácil suponer que un intenso sufri­miento en la vida terrena merece una mayor recompensa en una futura vida celestial. Lo único que la creencia modifica es que la noción de existencia individual puede extenderse indefinida­mente después de la muerte.

Es claro que la muerte para un ser que está consciente de sus consecuencias fatales y que persigue al mismo tiempo su supervivencia produce indudablemente honda angustia. Y si las condiciones particulares no demandan una renuncia, en el afán de superar mediante el olvido la angustia el individuo puede sumergirse hondamente en una intensa actividad inmanente y egocéntrica que le puede reportar satisfacción, aceptación e, incluso, estima.

La felicidad es el estado de la existencia que cada ser humano persigue afanosamente. La sabiduría popular describe la felicidad de variadas maneras. Un popular dicho la resume como "salud, dinero y amor". Otro, como "algo que esperar, algo en qué pensar, alguien a quien amar". Anoté anteriormente que la felicidad es funcional a la supervivencia de cada ser humano, siendo una señal de la calidad de vida y un síntoma de nuestro éxito en nuestra lucha por la existencia, que es en lo que consiste la vida. También la felicidad es algo que es tan buscado como la supervi­vencia, suponiéndose que no vale la pena vivir si no se es feliz o, al menos, si no se tiene la posibilidad de serlo en un futuro previsible. La cultura contemporánea, bautizada “posmoderna”, se puede caracterizar por el relativismo, el agnosticismo, el escepticis­mo, el hedonismo. Se encuentra ya muy lejano aquel tiempo cuando la vida era considerada, en su etapa terrenal, como un sufriente y doloroso peregrinar, y la principal preocupación de los seres humanos era la salvación eterna.

Entre ambas concepciones se ha interpuesto la ciencia moderna que nos ha brindado grandes conocimientos, los cuales no han podido, sin embargo, reemplazar aquellos de la degradada sabiduría ancestral que se ocupaba de las últimas cosas. Por su intermedio, la tecnología ha traído bienestar a grandes masas de seres humanos y, al menos, expectativas al resto. Los descubrimientos científicos han desentrañado, por otra parte, las causas del acontecer y ha encontrado que éstas provie­nen del funcionamiento de las cosas del universo y no de fuerzas extra-universales. La ciencia ha unido la felicidad con la inma­nencia.

Cuando la vida es dura, monótona y sin mayores esperanzas, el gozo no es en efecto lo habitual; en cambio, lo normal es el dolor y el sufrimiento. La vida es entonces imaginada como el peregrinar en un valle de lágrimas. En esta situación el pensamiento se dirige a raciocinar sobre alguna justificada retribución que se busca en una vida ultramundana, donde quien ahora sufre será naturalmente feliz una vez que muera, pues no tendría sentido tanto padecimiento y tormento en este mundo si no hay recompensa en el otro, y donde también quien hace sufrir para ser feliz será castigado en el otro mundo con padecimiento y tormento.

Esta forma de sentir se expresa en un funeral. Este rito de pasaje no es puramente un asunto ecológico que trata de la mejor manera de deshacerse decorosamente de un cadáver que pronto apestará. Principalmente representa lo que se supone es el juicio divino. Si en vida el finado fue justo, se supone que será debidamente recompensado para toda la eternidad, siendo el fune­ral motivo de cierto gozo. Habrá un cierto sentimiento de pesar y repudio si el sujeto del funeral fue en vida un bellaco, lo que se manifestará por una menor concurrencia y esplendor. El proto­tipo extremo de este sentir se encuentra en los faraones, quienes en vida se juzgaron a sí mismos con la máxima benevolencia por la forma como dispendiaron fortunas en sus sepulturas, siendo el veredicto el poder, el esplendor y la soberanía eterna. Para el Greco y sus contemporáneos el Conde de Orgaz debió haber sido un personaje estupendo, o al menos con el suficiente dinero para haber encargado tal pintura.

Por otro lado, cuando la vida se presenta brillante y llena de oportunidades, posibilidades y gozos, las consideraciones de una vida ultramundana son relegadas a la trastienda de la con­ciencia (aunque las angustias y las tensiones experimenten un creciente aumento proporcional al aumento de la edad y a la cercanía de la muerte), pues el gozo y el placer son tan posibles como reales durante la existencia mundana. Tanto en esta situación existencial hedonista como en aque­lla que cree en una vida ultramundana gozosa, como recompensa a tanta pena, quedan con una respuesta parcial, o simplemente sin respuesta, varias preguntas: ¿Cuál es el significado de la vida humana que no sea únicamente la felicidad? ¿Qué otra cosa es la felicidad que no sea únicamente funcional a la supervivencia y a la reproducción? ¿Para qué sirve la libertad que no sea única­mente la búsqueda de la felicidad? ¿Por qué amar que no sea únicamente para ser feliz?

Respuestas más plenas, no obstante, se encuentran en una concepción de la vida a otra escala que únicamente la conciencia profunda puede entender. La feli­cidad es un síntoma de que un individuo lo está haciendo bien en su anhelo de vivir. También las unidades que producen felicidad no son unívocas ni intercambiables. La escala de las condicionantes externas no logra entender las respuestas que la escala de la conciencia profunda puede tener. Ésta puede valorar tanto una dimensión inmanente de la vida según propósitos de fama y fortuna, de éxito y placer, como una dimensión transcendente, donde la humildad, el sacrificio y hasta la misma muerte adquie­ren un valor y un lugar más allá de una recompensa que iguale o supere el sufrimiento experimentado. Y en esta dimensión no basta únicamente la creencia en una vida ultramundana feliz, sino que en la acción moralmente buena.

En este punto, que está fuera de la esfera del conocimiento objetivo, se topan la filosofía y la teología, y se replantea el viejo problema teológico de la justificación del ser humano. Nosotros optaremos por la postura que afirma que es necesariamente doble: el ser humano se justifica por la fe y las obras, es decir, por lo que cree y lo que hace desde una perspectiva trans­cendente. A pesar de que esta doble justificación supone como fundamento un sentido de la vida que únicamente la conciencia profunda puede encontrar, se puede objetivamente señalar que el sentido de la vida humana no transcurre necesariamente dentro de una misma escala. El ser humano es el único ser que puede auto-estructurarse saltando a las escalas cada vez mayores que su naturaleza le permiten.

La estructura personal de mayor escala y que coincide con el objetivo último de la existencia humana, dándole su pleno sentido, es la adquisición de la máxima conciencia de la realidad y su misterio. Esta trata no sólo de las relaciones ontológicas y causales en sus dimensiones temporales y espaciales, que son las de la historia y la geografía, sino que también del universo, los seres humanos y Dios. Sólo así la afectividad humana puede alcanzar los sentimientos más profundos, en tanto que la efectividad humana puede, en su acción intencional, obtener resultados no sólo más beneficiosos y válidos, sino que según una dimensión transcendente.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum7d.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 4, “La finalidad de la acción”, del Libro VII, La decisión de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/).