El
ser humano se enfrenta a dos problemas correlacionados. Cualquiera que sea el
sentido que le dé a su existencia, toda persona está radicalmente escindida
entre, por una parte, su necesidad biológica por sobrevivir y reproducirse, que
es el ámbito propio de la ética, y, por la otra, las valoraciones de carácter
transcendente que aparecen ante su conciencia, como la verdad, el amor, la
justicia, la libertad, que pertenecen al ámbito de la moral. Su acción no es
entonces tan simple como la de un animal que actúa oportunistamente en
respuesta sólo de mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. Por el
contrario, su acción tiene intencionalidad y ésta proviene del razonar
deliberado. De ahí que por su capacidad de autodeterminación la acción moral le
pertenezca en forma exclusiva, más allá de otras consideraciones, inclusive
éticas y legales. El segundo problema se puede expresar crudamente en qué
sentido tiene una vida que acabará necesariamente con la muerte, siendo vano
todo intento por liberarse de ésta.
Patricio Valdés Marín
Lo
biológico, lo racional y lo transcendente
El ser humano se caracteriza de entre todos los seres
porque posee una existencia escindida y tensionada. Esta característica
esencial de su ser, que rompe de alguna manera con su unidad, es producto de la
yuxtaposición, en su estructura, de sus dos subestructuras básicas
constituyentes, pero que se producen a distintas escalas. Éstas tienen
funciones tan distintivas que parecen contrarias.
Estas subestructuras no son ciertamente el alma y el
cuerpo. Por cierto, tampoco es la tensión existente entre la razón y la
afectividad, que son estructuras analizables por la filosofía y la ciencia, y
en especial por la psicología. Sin duda alguna, todo ser humano requiere una
unidad estructural para conseguir un comportamiento coordinado y sin sorpresas
si quiere sobrevivir. Las excepciones de una ruptura estructural que inciden
sobre una conducta unificada podrían agruparse en cuatro clases: los
esquizofrénicos tienen conductas desestructuradas que son involuntarias, pero
conscientes; la conducta de los hipnotizados es tanto involuntaria como
inconsciente; las conductas de los actores son tanto voluntarias como
explícitas; por último, está la conducta voluntaria de los mentirosos, la que
no es por supuesto explícita, pero está llena de falsedad.
La escisión existencial de los seres humanos radica en
que, por una parte, poseemos una estructura racional de enormes capacidades
intelectuales, desarrollada a partir de una estructura biológica animal, y por
la otra, una estructura que se sustenta en una escala superior de la
estructuración de la conciencia. No se trata de una perspectiva neoplatónica
que supone que las ideas más bellas y sublimes nacen y se cobijan en un templo
corrompible y lleno de bajas pasiones. El punto es que la estructura racional
de la conciencia de sí, estructurada a partir del pensamiento abstracto y racional,
persigue naturalmente, como es también el caso de la conciencia de lo otro, la
supervivencia y la reproducción.
Pero este interés se contrapone al de la conciencia
profunda, que busca en cierto modo lo absoluto y lo eterno en la transcendencia.
Esta no debe entenderse como una proyección en una escala superior del deseo de
supervivencia que persigue el poder y la gloria imperecedera, propia de la
conciencia de sí, sino que debe pensarse como la búsqueda que parte desde un
conocimiento de sí como una mismidad que no se conforma con una realidad
percibida como algo relativo.
Vemos, por lo tanto, en el ser humano la profunda
división entre su origen necesariamente inmanente y su destino posiblemente
transcendente, entre su ser lleno de limitaciones y sus anhelos de
transcendencia. Efectivamente, todo conflicto en la naturaleza proviene del
choque de fuerzas diferentes, desestabilizando el equilibrio estructural
natural de una cosa. En consecuencia, el conflicto existencial humano surge del
encuentro de dos tipos de fuerzas muy distintas que se desencadenan en su
propia estructura, desestabilizándola, y que provienen de las dos
subestructuras funcionales mencionadas.
Un primer aspecto de esta escisión se refiere a nuestra
respuesta de vida frente a la muerte. En efecto, a causa de nuestro ser animal,
poseemos un ansia intensa de supervivencia. Por otra parte, nuestra razón nos
asegura que algún día moriremos. En respuesta a este anhelo, procuramos
perpetuarnos a través de nuestras obras, nuestro poder, nuestra riqueza,
nuestra gloria, nuestra descendencia. Posemos entender que tal sentido de
posesión es de una ilusión absolutamente vana, pues tiene únicamente sentido
mientras se vive, y cuando se muere ya no se puede disfrutar de nada de aquello.
En el aspecto más general de la vida la compleja
escisión comienza a vislumbrarse. Por una parte, al igual que el resto de los
seres vivientes, la acción humana procura satisfacer las necesidades que nunca
terminan por colmarse de modo permanente y que son demandadas por la urgencia
biológica para sobrevivir en un medio de oferta limitada, en el que el esfuerzo
está dirigido a ese perenne acechar oportunidades, obtener ventajas, consolidar
situaciones favorables, recurrir a medios de defensa, buscar seguridad; además,
la conciencia íntima de su identidad propia, única e irrepetible le adiciona la
carga suplementaria de perseguir una solución para superar su reiterativa
soledad y mortal destino, en el afán por transcender su limitada y particular
existencia. Por otra parte, el ser humano, como ser racional, es capaz de
apreciar su propia existencia, relacionarla con la de los demás seres, desear
el bien o el mal al otro, abrigar esperanzas o dejarse llevar por temores,
descubrir el funcionamiento y la utilidad de las cosas, valorar lo bueno o lo
malo que encuentra en ellas.
Pero el ser humano no se reduce únicamente a la
dicotomía animal-racional, que en el ámbito de la conciencia se expresa en la
conciencia de lo otro y en la conciencia de sí. La definición del hombre de
Aristóteles “animal racional” es correcta siempre que se entienda sólo dentro
de este universo espacio-temporal. Sin embargo, el ser humano es un ser que,
aunque perteneciente a este universo, es radicalmente distinto del resto de los
seres del universo. Pertenece a un orden único: el de aquellos seres cuya
existencia está por esencia escindida y tensionada, precisamente por la unión
de la pluralidad de lo racional de la conciencia de sí con lo singular de lo
transcendente de la conciencia profunda.
La suma de estas dos estructuras, funcionalmente tan
distintas, produce un ser muy complejo en su funcionalidad y en el ejercicio de
la fuerza. Por una parte, el ser humano tiene la capacidad para imaginar su
futuro, planificar la acción, verse a sí mismo y compararse con otras cosas y
personas, desear el poder y la gloria; por la otra, puede vislumbrar el
misterio de una realidad transcendente. En consecuencia, a causa de su
capacidad racional el ser humano está escindido, pues esta función propia de
este universo le permite conjeturar acerca de lo que lo transciende.
En la base de las múltiples formas que la historia ha
presenciado sobre la concepción que los seres humanos tenemos sobre nosotros
mismos se encuentra aquella original y radical fractura en su constitución
estructural. Pocas veces tal escisión y tensión han sido reconocidas
explícitamente, pero muchas han sido las soluciones propuestas para los
síntomas que ella produce. La doctrina del castigo divino impuesto a toda la
humanidad a consecuencia del Pecado Original cometido por la primera pareja
humana es un antiguo reconocimiento de que los seres humanos no funcionamos
ordenadamente. Había que reconciliar la capacidad para conocer el bien y el
mal, condición que supone la creencia en que el ser humano había sido creado a
imagen y semejanza de Dios, con el hecho de que tengamos que sufrir para
sobrevivir y luego morir.
Tal como la anterior, otras explicaciones al problema
humano básico de la unión de lo racional con lo singular han sido propuestas.
Entre ellas consideremos, por ejemplo, la involuntaria dependencia de la
existencia de un permanente conflicto entre el bien y el mal; un destino
determinado por la influencia de los dioses; el determinismo inapelable de la
predestinación divina; la corrupta materialidad con que forzosamente debe revestirse
la pureza de un espíritu eterno. Por otra parte, las soluciones propuestas
cubren una gama también muy amplia. En el fondo está la creencia y la confianza
de que el conflicto existencial puede ser superado. Así, pues, se ha pretendido
encontrar la solución en algún aspecto clave y distintivo, como los siguientes
ejemplos: el imperio de la razón sobre la pasión; la sociedad sin clases; el
progreso tecnológico; el gobierno de sabios, tecnócratas, burócratas o
estratócratas; la liberación de tabúes impuestos por una moral rígida, tradicional
y arcaica; la imposición de una moral rígida, no tradicional y novedosa; el
crecimiento económico propulsado ya sea por la iniciativa privada y el libre
mercado, ya sea por la planificación centralizada y el Estado; la raza aria; la
libertad, la igualdad y la fraternidad; el acatamiento obediente a una voluntad
proveniente de Dios por delegación; la vuelta a la naturaleza primitiva; la dieta
vegetariana; la visita al psicoanalista.
Si bien existe en todo ser humano la escisión entre su
razón y su conciencia profunda, también se da en él una tensión entre su
intelecto y su afectividad, entre su razón y sus sentimientos, emociones y
pasiones. En el curso de la historia de la cultura occidental esta tensión ha
ido tomando diversas formas, las que subsisten, aunque nuevas formas aparezcan.
Los grandes filósofos de la antigua Grecia nos legaron el concepto de la
dualidad espíritu materia y la idea de que el espíritu, siendo superior a la
materia, debe someterla. En el siglo IV, san Agustín, recogiendo el sentimiento
y las ideas de los primeros cristianos, concluía que el Pecado Original
imposibilita al ser humano ser virtuoso por sí mismo. Estas ideas se
proyectaron hacia la Edad
Media en la necesidad de castigar al cuerpo para salvar el
alma. El Renacimiento produjo una revalorización de la capacidad de
autodeterminación de la persona y de la libertad personal. La Edad Moderna generó
el gentleman y la idea de que la razón debe someter imperturbablemente a
sentimientos, emociones y pasiones, exceptuando tal vez el amor romántico.
Nuestra época contemporánea ha olvidado la dualidad griega y ha entronizado el
cuerpo como sujeto de necesidades y centro de la personalidad individual.
El
sentido de la vida
El punto de partida en la reflexión sobre el sentido de
la vida es ¿qué significado puede tener la vida cuando su término es la muerte?
Ciertamente existe una contradicción entre nuestro afán por vivir y la muerte
que acabará necesariamente algún desconocido día con nuestra vida y que asecha
permanentemente. Adicionalmente, la muerte viene corrientemente acompañada de
sufrimiento, enfermedad, miseria y soledad, como significando lo vano que resulta
todo esfuerzo por liberarse de ella.
Una primera consideración en esta contradicción
existencial es que el sentido de la vida que una persona encuentra para su
propia vida y que sirve de referencia para su deber ser, confiriendo
significado a su existencia, es provisto en primera instancia por la cultura.
Pero tal sentido de la vida no conviene plenamente a la persona. La hace ser
más funcional para la sociedad, pero no es normalmente el más conveniente para
su interés personal. Especialmente, en la cultura contemporánea el sentido de
la vida, que es el moldeado por la publicidad, conviene más a la sociedad de
consumo, lo que explica el exitismo y el hedonismo generalizado. Pero este
sentido de la vida es espurio, siendo una falsedad fabricada por el poder del
capital que domina la cultura en la actualidad. En realidad, la cultura no es
la verdadera norma que debe dictaminar cuál debe ser el mejor sentido de la
vida para los seres humanos, pues, por una parte, ella es capitalizada por los
intereses definidos de ciertos grupos de poder y, por la otra, ella tiene por
función la subsistencia de la estructura social, en especial de la minoría
poderosa, y no el destino último de los individuos que lo constituyen.
El verdadero sentido de la vida, aquél que conviene en
plenitud a las exigencias personales del individuo humano, debe ser encontrado
por el mismo individuo, en tanto persona y no en tanto unidad de la estructura
social, y se encuentra en una escala superior, aquella de la conciencia
profunda, tras desenmarañar la verdad que se oculta en mitos y leyendas. La
mayor plenitud del sentido de la vida va apareciendo en la medida que la
conciencia de la persona se va estructurando. La sociedad tiene por finalidad
respetar la libertad de toda persona para que cada una pueda encontrar el
verdadero sentido de su vida. En el fondo, de eso tratan los derechos humanos.
El afán por la supervivencia y la reproducción puede
naturalmente absorber por completo el esfuerzo que realiza un ser humano en su
diario vivir. A esta empresa puede dedicarle todo el interés vital; y de ella
puede también obtener recíprocamente un gran gozo. Tal como cualquier organismo
biológico, un ser humano puede realizarse satisfactoriamente en su vida sin que
se interpongan grandes conflictos existenciales y, si los hubiere, encontrar
la forma de superarlos. Incluso el conocimiento del hecho inevitable e
incontrolable de la muerte puede ser simplemente rechazado, suspendido o postergado,
antes que aceptado. Puede adoptar la creencia de que el sufrimiento terrenal
tiene una recompensa de felicidad eterna, basado en la constatación empírica de
que tras un esfuerzo se obtiene un beneficio, o en la capacidad humana para
planificar y postergar el goce. Así es fácil suponer que un intenso sufrimiento
en la vida terrena merece una mayor recompensa en una futura vida celestial. Lo
único que la creencia modifica es que la noción de existencia individual puede
extenderse indefinidamente después de la muerte.
Es claro que la muerte para un ser que está consciente
de sus consecuencias fatales y que persigue al mismo tiempo su supervivencia
produce indudablemente honda angustia. Y si las condiciones particulares no
demandan una renuncia, en el afán de superar mediante el olvido la angustia el
individuo puede sumergirse hondamente en una intensa actividad inmanente y
egocéntrica que le puede reportar satisfacción, aceptación e, incluso, estima.
La felicidad es el estado de la existencia que cada ser
humano persigue afanosamente. La sabiduría popular describe la felicidad de
variadas maneras. Un popular dicho la resume como "salud, dinero y
amor". Otro, como "algo que esperar, algo en qué pensar, alguien a
quien amar". Anoté anteriormente que la felicidad es funcional a la supervivencia
de cada ser humano, siendo una señal de la calidad de vida y un síntoma de
nuestro éxito en nuestra lucha por la existencia, que es en lo que consiste la
vida. También la felicidad es algo que es tan buscado como la supervivencia,
suponiéndose que no vale la pena vivir si no se es feliz o, al menos, si no se
tiene la posibilidad de serlo en un futuro previsible. La cultura
contemporánea, bautizada “posmoderna”, se puede caracterizar por el
relativismo, el agnosticismo, el escepticismo, el hedonismo. Se encuentra ya muy
lejano aquel tiempo cuando la vida era considerada, en su etapa terrenal, como
un sufriente y doloroso peregrinar, y la principal preocupación de los seres
humanos era la salvación eterna.
Entre ambas concepciones se ha interpuesto la ciencia
moderna que nos ha brindado grandes conocimientos, los cuales no han podido,
sin embargo, reemplazar aquellos de la degradada sabiduría ancestral que se
ocupaba de las últimas cosas. Por su intermedio, la tecnología ha traído
bienestar a grandes masas de seres humanos y, al menos, expectativas al resto.
Los descubrimientos científicos han desentrañado, por otra parte, las causas
del acontecer y ha encontrado que éstas provienen del funcionamiento de las
cosas del universo y no de fuerzas extra-universales. La ciencia ha unido la
felicidad con la inmanencia.
Cuando la vida es dura, monótona y sin mayores
esperanzas, el gozo no es en efecto lo habitual; en cambio, lo normal es el
dolor y el sufrimiento. La vida es entonces imaginada como el peregrinar en un
valle de lágrimas. En esta situación el pensamiento se dirige a raciocinar
sobre alguna justificada retribución que se busca en una vida ultramundana,
donde quien ahora sufre será naturalmente feliz una vez que muera, pues no
tendría sentido tanto padecimiento y tormento en este mundo si no hay
recompensa en el otro, y donde también quien hace sufrir para ser feliz será
castigado en el otro mundo con padecimiento y tormento.
Esta forma de sentir se expresa en un funeral. Este
rito de pasaje no es puramente un asunto ecológico que trata de la mejor manera
de deshacerse decorosamente de un cadáver que pronto apestará. Principalmente
representa lo que se supone es el juicio divino. Si en vida el finado fue
justo, se supone que será debidamente recompensado para toda la eternidad,
siendo el funeral motivo de cierto gozo. Habrá un cierto sentimiento de pesar
y repudio si el sujeto del funeral fue en vida un bellaco, lo que se
manifestará por una menor concurrencia y esplendor. El prototipo extremo de
este sentir se encuentra en los faraones, quienes en vida se juzgaron a sí
mismos con la máxima benevolencia por la forma como dispendiaron fortunas en
sus sepulturas, siendo el veredicto el poder, el esplendor y la soberanía
eterna. Para el Greco y sus contemporáneos el Conde de Orgaz debió haber sido
un personaje estupendo, o al menos con el suficiente dinero para haber
encargado tal pintura.
Por otro lado, cuando la vida se presenta brillante y
llena de oportunidades, posibilidades y gozos, las consideraciones de una vida
ultramundana son relegadas a la trastienda de la conciencia (aunque las
angustias y las tensiones experimenten un creciente aumento proporcional al
aumento de la edad y a la cercanía de la muerte), pues el gozo y el placer son
tan posibles como reales durante la existencia mundana. Tanto en esta situación
existencial hedonista como en aquella que cree en una vida ultramundana
gozosa, como recompensa a tanta pena, quedan con una respuesta parcial, o
simplemente sin respuesta, varias preguntas: ¿Cuál es el significado de la vida
humana que no sea únicamente la felicidad? ¿Qué otra cosa es la felicidad que
no sea únicamente funcional a la supervivencia y a la reproducción? ¿Para qué
sirve la libertad que no sea únicamente la búsqueda de la felicidad? ¿Por qué
amar que no sea únicamente para ser feliz?
Respuestas más plenas, no obstante, se encuentran en
una concepción de la vida a otra escala que únicamente la conciencia profunda
puede entender. La felicidad es un síntoma de que un individuo lo está
haciendo bien en su anhelo de vivir. También las unidades que producen
felicidad no son unívocas ni intercambiables. La escala de las condicionantes
externas no logra entender las respuestas que la escala de la conciencia
profunda puede tener. Ésta puede valorar tanto una dimensión inmanente de la
vida según propósitos de fama y fortuna, de éxito y placer, como una dimensión
transcendente, donde la humildad, el sacrificio y hasta la misma muerte adquieren
un valor y un lugar más allá de una recompensa que iguale o supere el
sufrimiento experimentado. Y en esta dimensión no basta únicamente la creencia
en una vida ultramundana feliz, sino que en la acción moralmente buena.
En este punto, que está fuera de la esfera del
conocimiento objetivo, se topan la filosofía y la teología, y se replantea el
viejo problema teológico de la justificación del ser humano. Nosotros optaremos
por la postura que afirma que es necesariamente doble: el ser humano se
justifica por la fe y las obras, es decir, por lo que cree y lo que hace desde
una perspectiva transcendente. A pesar de que esta doble justificación supone
como fundamento un sentido de la vida que únicamente la conciencia profunda
puede encontrar, se puede objetivamente señalar que el sentido de la vida
humana no transcurre necesariamente dentro de una misma escala. El ser humano
es el único ser que puede auto-estructurarse saltando a las escalas cada vez
mayores que su naturaleza le permiten.
La estructura personal de mayor escala y que coincide
con el objetivo último de la existencia humana, dándole su pleno sentido, es la
adquisición de la máxima conciencia de la realidad y su misterio. Esta trata no
sólo de las relaciones ontológicas y causales en sus dimensiones temporales y
espaciales, que son las de la historia y la geografía, sino que también del
universo, los seres humanos y Dios. Sólo así la afectividad humana puede
alcanzar los sentimientos más profundos, en tanto que la efectividad humana
puede, en su acción intencional, obtener resultados no sólo más beneficiosos y
válidos, sino que según una dimensión transcendente.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum7d.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 4, “La finalidad de
la acción”, del Libro VII, La decisión de
ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/).